La eterna otredad de José Gabriel
Cavilaciones sobre un Inca a destiempo, una segunda vuelta electoral y una nación descuartizada
Túpac Amaru II nunca fue consensual, ni siquiera cuando Velasco quiso convertirlo en el ícono de una revolución que se quedó a medio hacer. Han pasado 240 años de su dantesca ejecución en la plaza de Armas del Cusco, un 18 de mayo de 1881, y que, no por dantesca, evitó que se difundiese, desde los tiempos del autoritario general, un violento juego que anima los recreos escolares y que evoca el descuartizamiento de este Inca a destiempo.
Al igual que a él, a ninguna víctima de esta sumarísima punición infantil llegaron a desmembrarle nada, salvo alguna magulladura, moretón o torcedura del talón de Aquiles. Es que el imaginario del Inca a destiempo fue potentísimo en tiempos de Velasco, siempre aparecía en la contratapa de cualquier manual escolar de Bruño, musculosísimo como un héroe de los animes japoneses que ya veíamos por esos tiempos; tenía algo a sombrita, y, si él venció a cuatro caballos en simultáneo, por qué nosotros no a nuestros compañeritos de colegio.
Tal vez si lo hubiesen llamado José Gabriel sin más, hubiese sido más aceptable: El nombre, finalmente, era más cristiano, tanto que representaba al del arcángel arcabucero que mataba, de un plumazo, a tantísimos indios, en tiempos de la conquista española, inspirando a las temerarias y temerosas huestes de Francisco Pizarro. Pero mientras la propaganda del régimen de facto difundía el video de una asamblea de comuneros de Surimana, la cuna del Inca a destiempo, en apoyo de la reforma agraria, en Lima y las zonas urbanas medias y acomodadas del país, no se contaban las horas para que un nuevo general, apóstol, arcángel, conquistador, almirante de la US army, o lo que fuera desembarque, aterrice, surja de la tierra o nos caiga del cielo para reestablecer el orden en el caos, dicho sea en términos andinos.
Es un proyecto identitario, me ha dicho el amigo filósofo Ricardo Falla, muy entendido y observador, más que sobre Pedro Castillo, sobre estos hombres de sombrero de paja con camisa blanca, con cuello y puños rojos; que, por más apertura que muestre el candidato, no pueden dejar de soslayar una formación y una línea ideológicas muy marcadas cada vez que se comunican con la prensa del otro país, del bando rival o de los que hubiesen querido que Velasco deje sencillamente reposando en José Gabriel a Túpac Amaru II.
Yo creo en las dimensiones, y estas elecciones tienen, sin duda, una dimensión identitaria. En realidad, las últimas elecciones en el Perú la han tenido siempre, sólo que, en algunos casos, como en 1990, o en esta ocasión, esta se ha convertido en un potente factor al momento de elegir al nuevo gobierno.
Lima siempre ha votado al contrario del resto del Perú, al punto que ya nos parece anécdota, pero esta vez preocupa al establishment al punto de haberle declarado la guerra a Pedro Castillo. ¿Qué hay detrás del discurso que lo vandaliza y pretende convertirlo en un delincuente terrorista?
Tal vez, a diferencia de Alejandro Toledo y Ollanta Humala, no existe la certeza de que este “Túpac Amaru” acepte mansamente ser llamado José Gabriel de nuevo. Y no me refiero necesariamente a factores identitarios, sino a un gobierno que no se piensa en clave limeña, como el que planteasen, ya no Túpac Amaru, sino Mateo Pumacahua y los hermanos Angulo entre 1814 y 1815, desde la Junta de Gobierno del Cusco, también brutalmente reprimido, a su turno, por el virrey Fernando de Abascal.
Después de todo, lo que siempre hemos tenido en el Perú es un sistema binario excluyente, con algunos espacios no muy bien definidos de mestizaje, pero, en los momentos de las decisiones más graves, diese la sensación de que sólo pudiésemos situarnos aquí o allá y que estuviésemos obligados a decidir entre José Gabriel o Túpac Amaru, pero que a ambos les resultase imposible ser consustanciales. Así, hemos incubado nuestra propia herejía de Arriano, la misma que nos impide ser nación y que hemos resuelto, siempre, con el descuartizamiento simbólico del otro, desde las despreocupadas horas de recreo, en los primeros años de la secundaria.