DISYUNTIVA HISTÓRICA
Pocas veces el Perú republicano ha estado tan cerca de poder elegir entre la regeneración y la corrupción
No me considero neoliberal, de hecho desde el siglo XV, en Occidente, el Estado ha desempeñado un rol fundamental en la sociedad y hoy sigue haciéndolo, con o sin globalización. Sin embargo, tampoco culpo al neoliberalismo de lo que pasa. Lo entiendo como un esquema general que puede favorecer a quienes mejor se desempeñan dentro de él. Lo paradójico es que precisamente es el Estado quien, a través del gobierno y la clase política, debe aprovechar dicho esquema para promover el desarrollo material de la sociedad. Ejemplos hay varios, los clásicos China, Corea del Sur, Japón; Chile y Costa Rica en nuestra región.
Obviamente, el Perú se encuentra lejísimos de siquiera pensar en cómo desenvolverse dentro de dicho esquema; al punto que hacerlo o no, no forma parte del debate nacional. Así, un país que no discute internamente cuál podría ser su rumbo hacia el desarrollo jamás lo emprenderá, pues es imposible concretar aquello que no se imagina, aquello que no fue utopía u horizonte en un momento determinado.
¿Alguna vez el Perú se pensó asimismo? Creo que en 4 oportunidades. La primera, en la que no voy a expandirme, remite a los gobiernos de Ramón Castilla a mediados del siglo XIX. Lo que sucedió es que sobraba la plata del guano como para ponerse a pensar y por eso se sentaron las bases del Estado, tanto como las de una plutocracia corrompida, excluyente y bastante inútil a juzgar por su aporte en el desarrollo nacional.
Después vino el gobierno de Manuel Pardo; ese sí fue un proyecto político-ideológico en el que se imaginó al Perú como a un país de ciudadanos virtuosos, a pesar de que, de acuerdo con la época, el acceso a la ciudadanía estaba bastante restringido. Por desgracia, la gran depresión mundial de 1873, sumada a la inmensa deuda externa contraída para construir los ferrocarriles central y del sur, precipitaron el colapso del primer civilismo. Pero tomemos nota, los cadáveres de 3 de los 4 hermanos Gutiérrez colgaron de las torres de la catedral de Lima cuando intentaron, una vez más, hacer prevalecer el militarismo sobre el gobierno civil.
Eso es lo que tiene de impronta el Primer civilismo: la convicción de que la república liberal y la democracia poco o nada tenían que hacer con caudillos cuarteleros, militares improvisados que intercambiaban la soberanía popular por golpes de estado, revoluciones y guerras internas. 50 años pasaron, luego de fundada una república con constitución republicana -la redundancia es mía- para que, de acuerdo con ella, en el Perú finalmente gobernasen los civiles, elegidos por los civiles, a través del sufragio.
Entre los años treinta y setenta del siglo XX, el aprismo de Haya de la Torre fue también una impronta civil, ciudadana y constitucional, sin negar las mil y una veleidades de un movimiento que, cercado entre la oligarquía y el ejército, generó un caudillo providencial distinto a todos los anteriores, pero caudillo al fin y al cabo. Aquella fue una impronta generacional que quiso cambiar las costumbres, que veía la función pública como tal e intentó formar a la militancia en la vocación de servicio a la comunidad por encima de izquierdas y derechas. Impronta que no pudo ser pues Haya no alcanzó la presidencia. Alan García es otra historia, es el reverso de todo lo que de republicana tuvo la trayectoria de su mentor.
Hasta que finalmente el 2018 nos trajo al Presidente Martín Vizcarra, casi de carambola, de una carambola tan precisa que terminó señalando el principio; ese principio republicano que nunca supimos o nunca quisimos establecer: “podremos y vamos a reconstruir el norte, pero el Perú no se va a desarrollar sin reformar primero el poder judicial y el orden político” dijo, más o menos, Vizcarra. La tecla tocada fue exacta, resuena en el tiempo por doscientos años de golpes y contragolpes, de marchas y contramarchas, de políticos corruptos que nunca respondieron a la justicia; del erario público haciendo agua, de millones de millones que se van en coimas, lavados de activos, prebendas, narcotráfico y sabe Dios que demonios más (en el Perú aquel y estos conviven) que ni nos imaginamos los que vivimos de un sueldo.
No alucinemos, el Presidente Vizcarra no nos ofrece un nuevo país, ni mucho menos el paraíso. Lo que nos ofrece es un principio; las bases indispensables para comenzar a pensarnos como país, la primera piedra que, por primera vez, podría no quedarse solo en primera piedra. Lo que ofrece Vizcarra es lo impensable pero también lo más sencillo: un poder judicial saludable, compuesto de jueces probos que puedan redefinir el significado de la palabra justicia en el Perú y, junto con el concepto, a todas nuestras instituciones. Junto a la reforma política y a una educación centrada en valores cívicos, Vizcarra nos propone comenzar a construir una sociedad mejor que desarrolle el país para los peruanos que vendrán.
Hoy, en medio de tantas tinieblas, hay sin duda una luz centellante. En esta disyuntiva sin precedentes, cada peruano puede por fin identificar el lugar donde está el bien y donde está el mal. Inclusive aquellos que han optado por el mal saben muy bien lo que están haciendo y por eso mismo los demás podremos señalarlos fácilmente. El desenlace está por verse, el mal sabe defenderse, no por nada tiene casi quinientos años enquistado en el Perú, la calle decide.
Twitter @parodirevoredo