Cholo soy...
Cholo Soy…
Daniel Parodi Revoredo
Algunas declaraciones a propósito de la revocatoria han despertado a los antiguos fantasmas de la presencia española en el Perú. Nuestro racismo proviene de esos tiempos, cuando los colonizadores, no satisfechos con dividirnos en dos grandes grupos -españoles e indios-, se afanaron en categorizar todas las mezclas raciales posibles, afán del que surgieron designaciones bizarras como “saltapatrás”, “tente-en-el-aire” y “notentiendo”.
Lo curioso es que en nuestras cabezas aún revolotean los estereotipos de aquellos tiempos por lo que Mauricio Mulder acusa de blanca y pituca a la alcaldesa Villarán, Claudia Dammert llama horrorosos a los informales emergentes y Magaly Solier escinde a los limeños entre verdaderos y falsos. El tema no queda allí, hace unos días un reportaje televisivo denunció el apartheid que aún se practica en nuestras playas. A su turno, el politólogo Carlos Meléndez no pierde oportunidad para descubrir nuevas categorías socio-raciales, casi tan originales como las coloniales, y nos habla del “rational-cholo”, para referir al informal emprendedor. La intención de Meléndez no es discriminadora pero ¿será pertinente el uso alegre de un término enclavado en lo más profundo del racismo nacional?
El tema es tan complicado como nuestra historia y ya es hora de reconocer que para un peruano es difícil vivir la vida sin que tropiece, alguna vez, en el resbaladizo piso de sus prejuicios. Ellos son el resultado de la fusión entre nuestra herencia histórica y el marketing comercial de la cultura global. Sin embargo, también existe un fuerte vínculo entre nuestro racismo y la desigualdad en el acceso a la educación de calidad.
En el Perú contemporáneo ya no solo los jóvenes de las clases medias y altas tradicionales acceden a una buena formación profesional. Veo todos los días como en las mejores universidades privadas alternan jóvenes acomodados de los sectores informal y formal, los que provienen de distritos tan diversos como San Juan de Lurigancho, Villa el Salvador, La Molina o Monterrico.
Sin embargo, al otro lado de la vereda no sucede lo mismo. La gran mayoría de peruanos se sigue educando en colegios y universidades públicas, que, salvo contadas excepciones, presentan serias deficiencias en los servicios educativos que ofrecen. Aquella desigualdad limita la democratización en las oportunidades de desarrollo y éxito profesionales, y tiende a perennizar los imaginarios racistas de los que estamos hablando, porque la educación pública es la única a la que accede, por ejemplo, nuestro sector andino-rural.
Ciertamente, una reforma educativa como la que se requiere en el Perú debe aplicar políticas y actividades didácticas específicas en contra de la discriminación racial. Además, debe contemplar las especificidades propias de un país multicultural, rica característica que nuestros ciudadanos en formación deben aprender a apreciar y compartir.
Yo no pretendo sostener que la mejora de la educación, por sí sola, pueda erradicar el racismo en el país. Sin embargo, sí favorecerá la creación de una sociedad más justa y democrática, cuyos miembros, sin importar el origen étnico, social o regional, interactúen y se integren horizontalmente sobre la base de adecuados estándares educativos. Pena que el tema no importe siquiera al nivel del debate nacional.