Por la separación entre Iglesia y Estado
Por la separación entre Iglesia y Estado
Estimados lectores: convencido de que es necesario revisar la actual relación entre Iglesia y Estado en el Perú, cedo mi presente columna al constitucionalista Roberto Pereyra quien sostiene la inconstitucionalidad de los beneficios que el Estado peruano le otorga a la Santa Sede.
Daniel Parodi Revoredo.
El 19 de julio del 1980, la democracia peruana sufrió una emboscada. El saliente gobierno militar de entonces y la Santa Sede suscribieron un acuerdo internacional, impidiendo de este modo que los términos del mismo se debatieran democráticamente en el Congreso que se instalaría pocos días después. Así, se evitó que sus contenidos se discutan públicamente a la luz del derecho a la libertad de conciencia y la cláusula del Estado aconfesional y laico, reconocidos en la Constitución de 1979 y reiterados en la Carta de 1993.
El acuerdo establece una serie de privilegios incompatibles con tales preceptos constitucionales y con el principio de igualdad que constituye una de las bases del Estado constitucional. Le impone al Estado colaboración con fines religiosos. Involucra al Presidente de la República – y por ende al Estado – en la creación de jurisdicciones eclesiásticas y en el nombramiento de autoridades religiosas por la Santa Sede en el Perú.
Si en el menor respeto por el dinero de los contribuyentes, el gobierno militar comprometió al Estado a la entrega de subvenciones mensuales a obispos, demás personal eclesiástico y civil al servicio de la Iglesia. El Estado también otorga pensiones a obispos, subvenciona curias, seminarios y becas para el Seminario Santo Toribio. Además, tales subvenciones se encuentran exentas del pago de tributos. En esa misma línea, la Iglesia, sus jurisdicciones y comunidades religiosas gozan de un régimen inusitado de exoneraciones y beneficios tributarios, que contrariamente a lo que sucede en otros ámbitos, no ha sido materia de cuestionamiento alguno por el Ministerio de Economía, tan preocupado por combatir estas distorsiones.
Por si esto no bastará para estar al margen de la Constitución, el acuerdo impone al Estado la existencia de un enclave religioso católico en la estructura de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional. Así, el Vicario Castrense goza de las prerrogativas de un General de Brigada y los capellanes las de un Capitán. A través de este sistema medieval, el Estado se compromete a brindar asistencia religiosa católica a los miembros de sus cuerpos de seguridad. Lo curioso es que estos funcionarios castrenses no son nombrados por el Estado como debería corresponder a su soberanía constitucionalmente garantizada, sino por la Santa Sede.
Estos no son los únicos funcionarios públicos sobre los que el Estado no ejerce su soberanía. Si un profesor civil del curso de religión católica de un colegio público no tiene la venia del obispo, entonces no podrá enseñar. Por el acuerdo de marras también se explica por qué la impartición del curso de religión católica es obligatoria en los colegios públicos, contraviniendo la prohibición constitucional de que el Estado promueva alguna fe religiosa.
Sería bueno de que en virtud de la transparencia y la verdad que tanto llenan los discursos del actual Arzobispo de Lima, se informara a la opinión pública sobre las ventajas concretas que se han derivado para el Estado como consecuencia de este acuerdo. También sobre el monto, el destino y los resultados de las subvenciones que pagamos todos los contribuyentes - católicos o no, creyentes o no - para que un grupo importante de sacerdotes católicos imponga su fe religiosa.
Todo esto sin perjuicio de la necesaria revisión de este acuerdo a la luz de la Constitución, sobre todo en la coyuntura actual en la que el Secretario de Estado Vaticano, manipulándolo, pretende expropiar a una persona jurídica de derecho privado interno –la PUCP- alegando una discrepancia religiosa que encubre ilegítimas pretensiones patrimoniales y de poder terrenal.
Roberto Pereira Chumbe